En una isla hay un valle que fue verde. Hoy no. Hoy el cemento lo nubla. Y en ese valle hay una cárcel. Aunque no recibe ese nombre. Porque es para jóvenes menores de edad y a la cárcel la denominan centro de internamiento de menores con medidas judiciales.
El nombre es largo. Incluso en alguna ocasión se escribiría con mayúsculas (las iniciales), para resaltar su condición propia. Formal. Institucional. Pero la función que tiene es corta. Sirve para encerrar.
Lo que cuento no es un cuento. Podría ser tema de novela –negra de género- pero no un cuento. Porque se muere. A los quince años (15) murió Ayatimas asfixiada por el humo de un incendio provocado. Para llamar la atención. Para protestar -que a esas edades se protesta mucho- Para mover las conciencias –seguro que sin saberlo-
Antes de ese incendio hubo otros. Porque los colchones no eran adecuados. Porque quien tutela se descuida. Porque los hijos del conflicto social son siempre un conflicto. Son –claro- la semilla de él. El mañana del hoy de la marginación.
Sus tutores –burocracia con cara de Estado- conocían que había peligro. Sabían –por experiencia que no tenía Ayatimas- que esos centros –y más aun masificados- son de riesgo para la vida. Porque en ellos no hay vida. Solo muros, barrotes y normas duras, para un sitio duro de duras puertas y paredes.
No la conocí. No supe de ella antes que –muerta- fuera noticia de telediario. Pero ahora escribo. Porque hay otros y otras Ayatimas. Vivos casi. En cárceles que no son cárceles pero que sirven para lo mismo y cuyos tutores no sé si saben.
Ayatimas ahora flota. En el cielo azul de las almas. Como isla entre ellas y entre nosotros. Libre –sin cuerpo- ya. En el recuerdo.
(Publicado en La página de los cuentos el 11/06/05)
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